En la Iglesia apostólica,
la actividad carismática
era intensa en la evangelización, como se ve en el libro de los Hechos





Durante el Concilio
Vaticano II,
bajo la guía
del Espíritu,
la Iglesia redescubrió
como constitutiva de sí misma,
la dimensión carismática

Cristo Vive ¡Aleluia! N° 169
 

El desarrollo carismático de la Iglesia

Desde Pentecostés, el Espíritu ha quedado sobre la tierra en la Iglesia y en su desarrollo histórico como se ve en los hechos misionales de la Iglesia naciente.

Además de los Hechos de los Apóstoles y de los discípulos, es muy significativo el llamado "pentecostés de los paganos" narrado por el libro de los Hechos en el décimo capítulo.

Entonces, «mientras Pedro estaba anunciando, el Espíritu Santo descendió sobre todos los que escuchaban la Palabra… El Espíritu Santo era derramado también sobre los paganos a los que oían hablar en diversas lenguas y proclamar la grandeza de Dios. Entonces Pedro dijo: "¿Acaso se puede negar el agua del bautismo a los que recibieron el Espíritu Santo como nosotros?"» (Hch 10,44-47).

Este hecho carismático nos enseña dos cosas: 1°) Que la "gracia y experiencia carismática" del Espíritu impulsa a reconocer a Jesús como Salvador y lleva a la conversión y a la Iglesia, pero no es una gracia sacramental y santificante (cf. Mt 7,22-23). Necesita del bautismo para que la persona se incorpore a la Iglesia, comunidad apostólica del Cuerpo de Jesús. 2°) Que el Espíritu seguirá obrando en la Iglesia con iniciativas carismáticas según las conveniencias y necesidades históricas de la evangelización.

El Espíritu da testimonio de Jesús y mueve a hacerlo a sus seguidores. Y esto hasta el derramamiento de la propia sangre como se ve en Esteban y los Apóstoles. Roma misma será conquistada y transformada en capital espiritual de los cristianos por el testimonio cruento de los mártires.

El signo de las «distintas lenguas» (cf. Hch 2,4; 10,46) puede leerse como la universalidad misionera del nuevo Israel que es la Iglesia; el Israel de la Nueva Alianza en la entrega pascual de Jesús.

Un signo central de la actividad carismática es la necesidad del creyente evangelizado de constituir comunidades discipulares desde el mandato pascual de Jesús, de amarnos mutuamente como se ve en los Hechos (2,42-47; 4,32-37). La vida de alianza comunitaria los llevaba a tener una vida de unidad en «un solo corazón y una sola alma» (Hch 4,32; cf. Flp 2,6b-4).

Aunque muchos no ingresaran a la comunidad donde «Dios es amor», admiraban el amor fraterno de los creyentes. «Eran queridos por todo el pueblo y cada día, el Señor acrecentaba la comunidad con aquellos que debían salvarse» (Hch 2,47).

En la Iglesia apostólica, la actividad carismática era intensa en la evangelización, como se ve en el libro de los Hechos. Saulo, el perseguidor convertido en Pablo, hablará abundantemente de los carismas pentecostales y les dará un lugar de orden pastoral (cf. 1 Cor 12-14).

Mientras la Iglesia se organizaba territorial e institucionalmente en diócesis y parroquias, simultáneamente se daba también lo que podríamos llamar un desarrollo carismático de ella misma.

La actividad carismática del Espíritu Santo ha producido muchos frutos en la historia de la Iglesia: frutos de conservación de la verdad en la formulación doctrinal de la fe asistiendo al gobierno pastoral de la Iglesia; frutos de vida mística en la santidad de muchos hombres y mujeres públicamente reconocida por la autoridad eclesial; frutos de carismas que han constituido familias eclesiales en los monasterios desde los primeros siglos, posteriormente en las congregaciones religiosas y, actualmente, en los Movimientos y nuevas Comunidades.

A esto último se ha referido el entonces cardenal Ratzinger, hoy Benedicto XVI, con ocasión del primer encuentro mundial de los Movimientos eclesiales en Pentecostés de 1998, convocado por el Papa Juan Pablo II.

Decía entonces el cardenal Ratzinger abriendo camino a la famosa homilía de Juan Pablo II en el encuentro mundial de la plaza San Pedro: «Generalmente los movimientos nacen de una persona carismática guía, se configuran en comunidades concretas, que en fuerza de su origen reviven el Evangelio en su totalidad y sin reticencias, y reconocen en la Iglesia su razón de ser, sin la cual no podrían subsistir».

Y añadía para finalizar: «Es necesario concluir con gratitud y alegría. Gratitud de que el Espíritu Santo está actuando muy fuertemente en la Iglesia y también en nuestro tiempo está prodigando nuevos dones en ella, dones mediante los cuales ella vuelve a vivir la alegría de su juventud (cf. Sal 43,4). Gratitud por tantas personas, jóvenes y mayores, que aceptan la llamada de Dios y sin mirar atrás se lanzan alegremente al servicio del Evangelio. Gratitud por los obispos que se abren a los nuevos movimientos y crean espacio para ellos en sus Iglesias locales» (Congreso Mundial de Movimientos Eclesiales, 27-5-1998, cf. "Los movimientos eclesiales y su lugar teológico").

En estos tiempos de renovación de la Iglesia, el Papa Juan Pablo II con ocasión del mencionado encuentro mundial, hablaba de «la inolvidable experiencia del Concilio Vaticano II, durante el cual, bajo la guía del mismo Espíritu, la Iglesia redescubrió como constitutiva de sí misma, la dimensión carismática» (Vigilia de Pentecostés, 30/5/98). Es el tiempo en que en la Iglesia reaparecen también los carismas pentecostales y se encauzan eclesialmente como un "movimiento de renovación carismática".

En un mensaje del día anterior, el entonces Pontífice había afirmado: «Muchas veces he tenido maneras de subrayar cómo en la Iglesia no hay contraste o contraposición entre la dimensión institucional y la dimensión carismática, de la cual los movimientos son una expresión significativa. Ambas son co-esenciales a la constitución divina de la Iglesia fundada por Jesús, porque contribuyen juntas a hacer presente el misterio de Cristo y su obra salvífica en el mundo».

Uno de los frutos suscitados por el Espíritu en los movimientos es una nueva presencia de los laicos en la Iglesia y la sociedad. Gracias al derecho eclesial de asociación y en consonancia con los criterios de comunión eclesial mencionados en la exhortación apostólica Christifideles Laici (n. 30), al laicado católico se le abren nuevas posibilidades de servicio y cooperación tanto en el ámbito eclesial como en lo social.

En este sentido es intensa la entrega del laicado carismático, identificado con la pertenencia a un carisma eclesial, a la tarea básica y fundamental de la evangelización. Esta presencia evangelizadora, unida al ministerio sacerdotal y a la vida consagrada, genera la constitución de comunidades discipulares que hacen presente, ante el mundo, el don de la fraternidad humana y de la unidad entre los hombres; genera numerosas familias misioneras ad gentes; elaboraciones pastorales específicas en torno a la juventud y la vida de las familias; y todo esto constituye un camino de santificación para sus miembros.

Socialmente, estas comunidades intervienen en la mediación y solución de conflictos internacionales, como ha sido el caso de la Comunidad de San Egidio; desarrollan proyectos culturales y civilizadores desde las profesiones y el ámbito laboral de la sociedad, proponen sistemas nuevos de economía y política que hagan posible una cultura y civilización de justicia, solidaridad y amor.

Los carismas, así vividos, son un don de Dios para la Iglesia. Mediante ellos, el Espíritu Santo conduce a las personas a reconocer a Jesús como Salvador y Señor, guía la vida cristiana al amor de la fraternidad comunitaria, a la misión evangelizadora y civilizadora y a la santidad de la vida.

Con María, a la que el Espíritu Santo hizo madre de la Palabra de Dios hecha hombre y de la comunidad de Jesús hecha Iglesia, podemos decir alabando carismáticamente a Dios: «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él» (1 Jn 4,16).

P. Ricardo
Cristo Vive Aleluia!
Nº 169, p. 6 (2009)

© El Movimiento de la Palabra de Dios, una comunidad pastoral y discipular católica. Este documento fue inicialmente publicado por su Editorial de la Palabra de Dios y puede reproducirse a condición de mencionar su procedencia.