Es en
la intimidad
del amor
donde está
la respuesta
y el camino

Cristo Vive ¡Aleluia! N° 12
 

El amor del comienzo

«Conozco tus obras, tus trabajos y tu constancia. Sé que no puedes tolerar a los perversos: has puesto a prueba a quienes usurpan el título de apóstoles, y comprobaste que son mentirosos. Sé que tienes constancia y que has sufrido mucho por mi Nombre sin desfallecer. Pero debo reprocharte que hayas dejado enfriar el amor que tenías al comienzo. Fíjate bien desde dónde has caído, conviértete y observa tu conducta anterior. Si no te arrepientes, vendré hacia ti y sacaré tu candelabro de su lugar preeminente. El que pueda entender, que entienda lo que el Espíritu dice a las Iglesias: al vencedor, le daré de comer del árbol de la vida, que se encuentra en el Paraíso de Dios» (Ap 2,2-5.7).

Esta palabra de Dios nos alerta y nos enseña: se puede ser un "superapóstol" y, sin embargo, haber perdido el amor del encuentro original con Jesús. Ese amor que un día me enamoró, o tiró por tierra mi orgullo, o me lanzó a jugarme por la vida del Evangelio en mi vida y en las vidas de los demás.

Aquel encuentro fue la experiencia de haber descubierto el Centro de la existencia. La Roca firme sobre la cual edificar sin temer las inclemencias de la vida (Mt 7,24-25). La Piedra angular que desechan los constructores de este mundo y de la historia humana (Lc 20,17).

Pero sucedió que poco a poco fui recuperando el terreno de mi vida entregada a Dios. Tal vez insensiblemente, entre cuestionamientos, autojustificaciones, entibiamientos, acomodaciones. Así llegué a una vieja situación: estoy revestido del lenguaje de Cristo pero el centro de mi vida soy yo nuevamente.

«Debo reprocharte que hayas dejado enfriar el amor que tenías al comienzo» (Ap 2,4).

— ¿Por qué, Señor?

Tal vez porque naturalmente fui evolucionando pero espiritualmente no lo hice como un niño, y dejé de ser el niño para quien está prometido el Reino de los cielos (Mc 10,14-15). Porque es necesario madurar pero sin dejar de ser niños para el Reino…

O quizá porque cada vez que podía encontrarme cara a cara con la parte oscura de mi ser o con la infidelidad al amor de Dios, en vez de confesarme pecador y arrepentirme, me daba explicaciones comprensivas de mi conducta. ¡Y el Señor viene a dar su gracia y su humildad a los pecadores y no a los autosuficientes!

O tal vez, porque soy como la semilla que cae en tierra pedregosa: acepto la Palabra de Dios con alegría y en el momento de las pruebas me vuelvo atrás (Lc 8,13). Después de las dulzuras primeras, del entusiasmo del éxodo, de las consolaciones del Espíritu, el Señor me invitó a concretar la entrega de la vida que le había prometido. Y de a poco —sin mirar la Cruz— me pareció exagerado mi ofrecimiento. Fui retirando o "regulando" mi donación y he terminado dándole a Jesús y a mi prójimo lo que a mí me parece bien y no lo que Dios me pida. (¿Me he arrepentido alguna vez, de dar menos de lo que Dios me pide o de no sacrificarme con Jesús?).

Si cuando me duele la Cruz del único Justo, yo me pongo a los pies del calvario con todo el peso de mis pecados, ¡qué liviana me parecerá mi cruz, qué escasa mi entrega, cómo entrará la generosidad de Dios en mi corazón!

«Conozco tus obras, tus trabajos y tu constancia. Pero… conviértete y observa tu conducta anterior» (Ap 2,2.5).

Hace algunos días me escribía una joven, aludiendo al camino del seguimiento y la identificación con el Cristo despojado del mundo, estas líneas:

«… ¿Y ahora qué, Señor? Seguir confiando, seguir entregando, seguir siendo poseída por Vos con más oscuridad e incertidumbre que antes; mas desde la providencia y la misericordia del Padre. Hay que sentir un dolor muy grande en cada acto de amor; el dolor de ir muriendo y desapareciendo para que Él crezca. Y si me preguntan por qué lo hago, no sabría contestar: yo sólo sé que Él me ama y yo lo amo».

Es en la intimidad del amor donde está la respuesta y el camino, la permanencia del encuentro original con Jesús, la candidez genuina del niño interior; y es en la falta de amor de nuestra empobrecida naturaleza humana donde está la búsqueda de nosotros mismos, la evolución intrascendente, la vacilación y la pérdida del Centro que hace de nuestra vida, un Evangelio de Cristo.

Después de caminar novedosamente un trecho y para poder seguir avanzando en la conquista de la esperanza, convendría que me preguntara: ¿me decido adultamente a descubrir lo que es el Amor, amando hasta el fin (Jn 13,1), o miro para atrás y a los costados tentado por la comodidad de la medianía humana?

«El que pueda entender, que entienda lo que el Espíritu dice a las Iglesias: al vencedor, le daré de comer del árbol de la vida, que se encuentra en el Paraíso de Dios» (Ap 2,7).

P. Ricardo
Cristo Vive Aleluia!
Nº 12, p. 4 (1978)

© El Movimiento de la Palabra de Dios, una comunidad pastoral y discipular católica. Este documento fue inicialmente publicado por su Editorial de la Palabra de Dios y puede reproducirse a condición de mencionar su procedencia.