Por amor… renuncié a la deuda

Para fines del año 1999 me encontraba en una situación económica buena, con posibilidades de cambiar mi auto por un utilitario, con la idea de ponerlo a trabajar si en el invierno "se ponía difícil la mano" en la pinturería donde trabajo.

El 8 de febrero, me entero de que un cliente y conocido mío de hacía más de 20 años, tenía problemas económicos y que le habían cerrado la cuenta corriente desde mediados de enero. Como consecuencia de ello, me rechazaron los cheques que me había emitido. Con los intereses la suma de la deuda llegaba a $4.000.

En ese momento yo no tenía el dinero para cubrir ese monto en el Banco y tuve que recurrir a préstamos con intereses elevados, por la recesión económica del momento.

Cuando me encontré con él y su esposa, a quien también conozco del mismo tiempo, me expresaron que no habían podido avisarme pero que a mí me iban a pagar: «esperanos, tano, danos tiempo, porque a otros directamente los derivamos con el abogado ya que es imposible pagarles a todos».

El tiempo iba pasando, las ventas seguían bajando y mi deuda iba en aumento. Para mediados de mayo nuevamente oraba al Señor por esta situación y me respondía con la Palabra de Mateo 18,23-35, la parábola del servidor. Sentí que Dios me invitaba a seguir esperando, y así lo hice.

Cada tanto me acercaba a la oficina de este cliente para ver qué posibilidades tenía de pagarme; después de cuatro meses, de ir entregándome aunque sea $100, pero él insistía en su imposibilidad.

Empezaban a mezclarse en mí distintos sentimientos negativos hacia él y un día no dudé en expresarle lo que yo también estaba viviendo: mi papá en su cama desde el 24 de diciembre, afectado por un mieloma (cáncer en los huesos), sumado a una osteoporosis que iba provocándole quebraduras en sus costillas frente a movimientos imprevistos; el atraso de pagos de sueldo a mi empleado, una deuda de tres meses con el colegio de mis hijos, préstamos crediticios impagos, etc. Con esto intenté expresarle la necesidad que tenía de cobrar pero él, como siempre, me respondía que esperara.

En todos esos meses comprendía su situación y lo defendía frente a expresiones negativas que otros me hacían de su persona. Un día empecé a ver que tenía posibilidades de pagarme, que seguía teniendo obras, que por semana recibía dinero fijo y que su esposa —que posee una inmobiliaria— también tenía ingresos. De hecho ella mantenía su Fiat Palio y él su pick-up Ford nueva.

A medida que dejaba mi pensamiento librado a estas cosas, que eran evidentes, iba perdiendo espacio la comprensión y la espera, e iba surgiendo en mí un sentimiento de mucha bronca. Me decía a mí mismo: "sabe bien por lo que estoy pasando y me ignora, o peor aún, se está burlando de mí".

Ahí empezó la voz de mi orgullo y de la tentación pidiendo revancha: "Dejá esa postura pasiva y apretalo; si vos no tenés agallas como para hacerlo, buscá a otro para que lo haga".

El llamado de Dios a la coherencia de vida desde la fe y la providencia con la que Él se había manifestado tantas veces en mi vida, y que yo había anunciado, hacían que esa "salida" para mi situación me resultara cada vez más perturbadora y angustiosa.

Fui a hablar entonces con el P. Roberto. Recuerdo que después de ese encuentro, saliendo de la casa parroquial por un pasillo oscuro le dije: "Quizás lo que convenga sea decirle lo que voy a hacer para ver si reacciona y si no lo hace, intento olvidar el tema. Eso sería lo justo, porque el Señor es justo y en lo justo Él se va a hacer providente".

    Enrique M.

En ese pasillo oscuro empezó la luz, empecé a ver con claridad mi interior.

«Dios es luz y en Él no hay tinieblas, si decimos que estamos en comunión con Él y caminamos en las tinieblas, mentimos y no procedemos conformes a la verdad». La Palabra me invitaba a no callar, por eso esa misma noche compartí con la comunidad lo que me estaba pasando. Poner a la luz esta situación irradiaba más luz en mi interior, callando la voz del mismo tentador que se manifestaba desde mi orgullo, generando falta de paz y desconfianza en la Providencia.

La palabra concluía diciendo: «Pero si caminamos en la luz, estamos en comunión unos con otros y la sangre de su Hijo Jesús nos purifica de todo pecado». En la oración pude escuchar que Jesús me invitaba con mucha claridad a renunciar a los $4.000 sin presionarlo, sólo renunciando, por amor.

La invitación era clara: me pedía una renuncia más que una espera.

Me daba cuenta que yo, como servidor de Él, estaba siendo despiadado: «…el rey se compadeció, lo dejó ir y además le perdonó la deuda», «…me suplicaste y te perdoné la deuda».

Recordé entonces cuando en el año 1996 le clamé para que se hiciera providente en una situación parecida, pero en la que yo estaba del otro lado y donde Él me manifestaba su Providencia, no porque lo mereciera, sino porque me perdonaba los errores que yo había cometido: «…¿No debías también tú tener compasión de tu compañero como Yo me compadecí de ti?»

Si bien estas palabras "sonaban" duras, yo las recibía con mucha ternura y alegría, porque Él seguía iluminando y liberándome de mis ataduras. Pero aún me faltaba algo: el arrepentimiento y el sacramento de la reconciliación como necesidad de perdón no sólo de la deuda, sino también de los sentimientos negativos que había tenido hacia F. Jesús me enseñaba que la liberación está en perdonar tanto la deuda como a la persona, quien es mi hermano en Cristo y por el cual Jesús también derramó su sangre.

«Pero si caminamos en la luz, como Él mismo está en la luz, estamos en comunión unos con otros, y la sangre de su Hijo Jesús nos purifica de todo pecado».

Enrique M.
Cristo Vive Aleluia!
Nº 124, p. 8 (2000)

Tiempo después, el fabricante que le proveía las pinturas le perdonó a su vez su deuda, por un monto similar.

© El Movimiento de la Palabra de Dios, una comunidad pastoral y discipular católica. Este documento fue inicialmente publicado por su Editorial de la Palabra de Dios y puede reproducirse a condición de mencionar su procedencia.